viernes, 21 de diciembre de 2012

Aquí todos los días es día de muertos




Recuerdo claramente esa mañana en la que caminaba por el centro de la ciudad, muy cerca de la sexta avenida, entonces todavía sin renovar, que más bien parecía un enorme laberinto donde solía internarme buscando una joya entre el caos: una película pirata, los gestos de los vendedores a penas tocados por la luz que se colaba entre los plásticos que servían de techos improvisados o la marejada de olores que salían de las cocinas en los restaurantes de comida barata.
Estaba cerca del viejo hotel Ritz, donde solía recibir clases de natación cuando era niño. La piscina era climatizada, lo cual era una novedad en aquellas épocas. Mi madre me llevaba los sábados a que aprendiera a sobrevivir en el agua. Aún recuerdo cuánto me costaba atravesarla. O cómo se miraba el fondo con la luz de las mañanas. El hotel está desde hace mucho tiempo en ruinas, abandonado a su suerte, con unos pocos locales comerciales ocupados y muchos cristales rotos. Es un lugar hermoso.
La hiedra devora el edificio. El moho. Entonces habían puesto maderos para que la gente no traspasara y tomara el sitio. Algún artista hizo un enorme grafiti, en el que escribió la leyenda “Aquí todos los días es día de muertos”. Los colores en el mural estaban vivos. Aquello parecía ser más bien una alegoría de nuestro sentido fúnebre.
El mío viene de la infancia. Crecí en una calle en cuyo final hay un cementerio privado, el primero de la ciudad. Jugué entre las tumbas como si se tratara de un parque, bajo los enormes árboles de eucalipto. Vi muchísimos entierros pasar entre nosotros, cuando jugábamos al fútbol por las tardes.
Para mí entonces la muerte era eso, una especie de paz indefinida; pero también era memoria, en las numerosas lápidas con fotografías siendo carcomidas por el ambiente, donde los tipos con corbata me miraban como diciendo siempre adiós en colores ocre o en la simplicidad del blanco y negro.
Tengo presente aquél monumento funerario del ciclista, en donde inmortalizaron la pasión del difunto colocando modelos a escala de un pelotón en competencia, un tour de France hasta el más allá.
Ahí que tenga cierta pena con lo que pasará con mi cadáver. Una pena bukowskiana. Cuando sea una cosa, un estropajo del que hay que liberarse, un algo inerte esperando a desintegrarse. No quiero parar tras una lápida con una frase cursi y una foto mía mirando para siempre un horizonte que ya no me resulta asequible.
En realidad el problema de la muerte no se reduce a la mía, ni si quiera lo considero como tal. Hace años que compré mi servicio funerario, al que desde ya están todos invitados para que no me hagan quedar mal con los sándwiches embadurnados con mayonesa y jamón. Pedí sopa también. Litros de café. El problema de la muerte, es la muerte de los otros.
Quizá se centre en la aprehensión. Cuánto dependemos del otro, de su existencia. Cuánto espacio llenan con sus vidas. Importa la muerte del cercano. Aunque todos deberíamos sentirnos así. Hay más cercanía entre un anciano cingalés y yo, que con mis compañeros de colegio, por ejemplo.
Digamos que nos importa más la muerte cuando tiene rostro.
La muerte entonces más que la partida, es la transformación del cuerpo. Es la ausencia. Eso es lo que se teme. Al abandono de la vida sobre las cosas, como los olores en los guardarropas de los esposos muertos, los vestidos de las mujeres en bolsas plásticas, el cuarto de los hijos que han muerto. Eso es lo que se teme.
Se teme la fragilidad de la vida, o más bien, de la movilidad de las circunstancias. Porque nada hay más vivo que un cuerpo transformándose.  Se teme porque se desconoce todo acerca de la muerte. Y se le piensa como una contraposición a la vida, cuando al final no son más que lo mismo con distinta máscara.
Quizá vivir sólo sea una larga carrera para dar un salto al vacío. Quizá sólo seamos cuerpos cayendo en lo desconocido.
Se teme a eso, más que a la muerte. Se teme a las puertas de la muerte. Se aborrecen. Como un asesino en serie, tomando ancianos o niños. Como un destripador. Un salvaje miembro de pandillas que es capaz de cocinar un cuerpo y hacer que lo devoren. Se teme al irrespeto a la muerte, a la vida.
El dilema de la muerte es entonces, un dilema moral. Se trata de cómo se aborda el fenómeno y de cuánto valor se le da a la vida. Viviendo en un país con dieciséis personas asesinadas a diario, eso nos dice cuánto se valora la vida. Acá se muere por nada. Así que en realidad el temor a la muerte violenta es el temor al otro, a su capacidad de hacer daño.
La muerte siempre es una primera cara de un temor profundo. Pero no hay nada más natural, es algo que va dentro, en este cuerpo de treinta y tres años que se degrada a cada respiración. Y a  mí lo que me gusta es quitar las máscaras.
Así que discutir acerca de la muerte es siempre hablar sobre la vida. Plantear una ética. Hoy pienso sobre ello, cuando he sido invitado por un colectivo de artistas plásticos a discutir sobre la obra, hoy 14 de noviembre,  una exposición acerca del tema, en la Alianza Francesa a las 7pm.
Una discusión estética desde la obra, que ya empieza a hurgar, a buscar la manera de despojar las máscaras y develar los miedos. Los artistas que exponen son:  Alvaro Sánchez, Mónica Nájera, Drossdot, Juan Pensamiento, Rudy Márquez, Alejandro Azurdia, Ovidio Cartagena, Soft, Juan José González, David Marin, Ugo Hernández, Manuel Regalado, Norma de León, César Pineda Moncrieff, Thomas Laroche-Joubert, Alejandro Marré.
Ya quiero saber qué temores íntimos terminan siendo reflejados en sus obras. 


Aquí todos los días es día de muertos. 
7 de noviembre 2012
19:00 hrs. 
Alianza francesa
5a. Calle 10-55 Zona 13 Finca La Aurora

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